María y el sueño

Maria y el sueño word pressEl sueño de verse en otro cuerpo se repetía cada día más, desde muy niña veía siempre a sus padres vivos, con otro rostro, pero eran sus progenitores, los que le habían dado la vida, acompañándola en los peores momentos de su cruel existencia, hasta aquella noche en que la detuvieron. María Umpierrez García, era sirvienta en una de las mansiones de Tafira Alta, un caserón del siglo XIX que pertenecía a una rama de los Manrique de Lara, la que tenía negocios en el puerto relacionados con las consignatarias de buques, asociados con don Ramón Soria, se encargaban de tramitar todos los recursos de los barcos que llegaban a La Luz, tanto de pasajeros, como de carga.

La muchacha hacía de todo en la casa, desde cocinar, limpiar, ayudar a bañarse al viejo don Nicolás Massieu, que estaba casado con la patrona, dueña y señora de aquel imperio, en aquellos años ya en manos de sus hijos Telesforo y Guillermo Tomás. El viejo siempre acababa subiéndole el vestido, tocándole el culo o las tetas, ella tenía que callarse, hacer malabares para poder asearlo, limpiarle las costras de mierda de sus verijas. Para ser una buena criada, como le decía su abuela Mariola, «había que ver, oír y callar, que no se notara su asco si en algún momento a los amos se les iban las manos». Por eso lo evitaba con disimulo, no aguantaba aquellas uñas sucias y grasientas, los dedos largos del viejo que se metían hasta debajo de su ropa:

-Y eso que dice la mujer que tiene demencia el asqueroso ese- le decía a su hermana Dolores, cuando llegaba tras aquellas jornadas de trabajo interminables. Cuando le amarraron las manos ella no se lo creía, le dijo a los uniformados que no había hecho nada, pero el jefe fascista, José Samper, le apretó la soga de pitera en las muñecas, clavándosela en la carne y diciéndole:

-Tenemos al hijo puta del comunista de tu novio, lo sabemos todo.

Entonces imaginó que lo tenían ya colgado por las piernas en alguna cámara de tortura, que entre latigazos y palos le habían sacado todo, que ella había estado en varias reuniones del partido en la Casa del Pueblo de La Isleta. Después de violarla en grupo los falangistas la dejaron tirada, con la ropa destrozada, en una celda de aquella casa del obispado en el barrio colonial de Vegueta, allí de nuevo volvió a soñar, pero el sueño era más real que nunca, tal vez porque su cuerpo estaba repleto de heridas, magullado, agotada de tanto maltrato y abuso durante varios días.

De nuevo se encontró con aquella familia, su gente, su pueblo, notó mucho amor, aunque estuvieran acorralados en unas cuevas del Barranco de Tirajana, los hombres barbados vestidos de hierro los tenían rodeados, habían secado las fuentes, matado las cabras, no quedaba comida, ni siquiera un pizco de gofio, algunos guerreros desquiciados de tristeza se tiraban por los riscos, prefiriendo morir que entregarse a la esclavitud y la muerte, vio de nuevo los ojos llorosos de su madre, Adassa, abrazándola, besándola, diciéndole en aquella lengua desconocida, pero que entendía a la perfección:

-No quiero que acabes en las manos de esos asesinos, la calma y la paz te esperan.

Despertó por un instante, intentó incorporarse, pero no pudo, no tenía fuerzas en las piernas, sintió que su cuerpo se acomodaba al vacío, a la nada, por eso volvió a cerrar los ojos, volar de nuevo, entregarse a ese sueño que de alguna forma la mantenía con vida. En el fondo del barranco llegaban más soldados a caballo, otros hombres con la cabeza rapada y con cruces en las manos trataban de llegar hasta ellos, entre rezos y cánticos imposibles de entender, el brillo de las armaduras y las espadas cuando les daba el sol la cegaban, eran demasiados para poder combatir, por eso sus hermanos se tiraban al vacío.

Su madre la volvió a abrazar y la tomó en sus brazos, se sintió ligera, dándose cuenta de que no tenía más de cinco años, los hombres de hierro avanzaban por la vereda ancestral, su padre se había lanzado sobre ellos con un palo de acebuche, en menos que nada lo habían ensartado con sus lanzas, le cortaron la cabeza y la exhibieron para temor de toda la comunidad, antes de echársela a los perros. Entonces notó la presión en su cuello, como su mamá entre besos, diciéndole al oído que la quería, que tendría el amparo del padre sol, Magec, que llegaría pronto al reino de los antepasados. Sintió que partir no era tan duro, solo perdió la conciencia y el sueño se hizo más profundo, más lejano, como si atravesara el último confín del universo.


Viajando entre la Tormenta Francisco González Tejera 11 octubre 2021


En MEMORIA de las mujeres y hombres del Ejército de la REPÚBLICA Española